El despertador sonó pero yo ya tenía los ojos abiertos. Me pasaba desde hacía años, debido a la rutina y a que no descansaba profundamente; y solía repasar las tareas del día en ese lapso de tiempo que le robaba a mi agenda. Recuerdo que me hacía sentir ágil, productivo, casi astuto.
Ese día no tenía nada especialmente relevante. Un par de entrevistas personales para promoción interna y redactar unos informes. Pero por la tarde al salir, tenía que pasar por El Centro comercial para hacer una copia de la llave nueva del portal. Esas tareas me sacaban de quicio. Sentía una espina clavada en la mente todo el día hasta que conseguía borrarla de la agenda. Además su duración era difícil de predecir. Influían muchos factores, inclusive el humano, que era el que más detestaba. Casi tanto como mi trabajo en el departamento de recursos humanos. Mierda de llave.
Me levanté de la cama aparcando mis pensamientos, me duché, me vestí y tomé un café rápido ojeando Twitter. Salí, cerré y me fui. A trabajar. Qué iba a saber yo.
Quedaría muy literario decir que intuí algo cuando vi el correo electrónico con los cambios de última hora: Entrevista personal Joaquín Ortín Garrote. Si. Garrote. Pero no percibí nada. Supongo que pensé que sería un tipo cualquiera. Un fulano de sonrisa ensayada y mirada ansiosa. Consulté el reloj del ordenador y cuadré de nuevo la agenda y me puse a trabajar.
Cuando llegó la hora, el chico de recepción anunció la llegada de Joaquín Ortín y recuerdo que me asqueó la cacofonía, pero no supe ver más allá. Le hice pasar y desde el principio sentí rechazo. No sólo por su grimoso apretón de manos y su voz de don nadie. Era todo. Su ropa, su peinado, su mirada, su olor... lo descarté casi instantáneamente pese a que nunca hacíamos eso. Ni siquiera recuerdo el puesto al que optaba. Me daba igual. Fue un rechazo brutal. Casi repulsión. Era gris. El tío más gris que yo había visto dentro y fuera del trabajo. Le realicé la entrevista básica casi sin detenerme a mirarlo a los ojos y lo despedí con alivio y una sonrisa amable. Vaya por delante que el tipo no puso tampoco empeño ninguno en brillar ni lo más mínimo, limitándose a responder a mis preguntas de la forma más escueta posible, lo que facilitó la labor de descarte.
Al final del día apagué el ordenador, suspiré y recordé con una punzada la copia de la llave. Al salir del edificio me encaminé hacia el metro y vi en la boca un tipo disfrazado con un enorme disfraz de gallina. Estaba plantado allí de pie, pero no repartía publicidad ni tenía pinta de ir a una despedida de soltero. Estaba simplemente mirando. En mi dirección. Y si. Era Joaquín. Al principio intenté disimular la sorpresa para poder fingir que no lo había reconocido, pero en cuanto me distinguió caminó derecho hacia mí y cuando llegó a mi altura, me miró fijamente y me espetó: "co co ro co coo?" Y abrió los ojos como platos. Yo sonreí incómodamente y apreté el paso, descendiendo por las escaleras y pensando: "joderjoderjoderjoder". Joaquín comenzó a caminar detrás de mi, moviendo el cuello en espasmos cortos y mirando sitios aleatorios por espacio de uno o dos segundos. El corazón se me disparó y empecé a buscar con la mirada alguien que me ayudase, pero todo el mundo se limitaba a sonreír y a grabarlo todo con el móvil. Supongo que pensaron que era un cobrador del frac o una performance callejera de esas que la gente comparte sin parar en Facebook con títulos como: "buenísimo" o "me parto" Llegué al andén y comprobé con horror que faltaban dos minutos para la llegada del siguiente tren y tal y como me temía, por las escaleras hizo su entrada Joaquín. "Co co ro co cooo?" Resonó su voz pusilánime en todo el andén y raspó un poco el suelo con su zapato gastado. Me miró, y comenzó a aproximarse con sus movimientos cortos, nerviosos, magnificados por el disfraz de peluche, que tenía un penacho de goma, imitando la cresta, pero no tenía pico.
"Joderjoderjoderjoder con el loco". Caminé rojo ya de ira por el andén y cuando el tren entró en la estación esperé echándole miradas de reojo para ver qué hacía. Estaba picoteándose un ala. Las puertas se abrieron y salté dentro con la esperanza de que él se quedara fuera, pero entró en el vagón contiguo. Se abrió paso entre la gente sin dejar de moverse con espasmos, se acercó a la zona con forma de acordeón que comunicaba los vagones y comenzó a picotearse tranquilamente. Tenía que ser una broma. Eso es! Una cámara oculta.
Me acerqué a él y le comuniqué que ya sabía que era una broma y que además de poco original, no tenía sentido. Joaquín me miró, abrió mucho los ojos, cacareó un poquito, sus pupilas se dilataron brutalmente y tras un espasmo que me puso los pelos de punta, se agachó y puso un huevo. Pero así. Un huevo. De gallina. Se levantó, se quitó la cresta y se volvió gris otra vez. Caminó hacia la puerta del vagón y con su voz de pelele humano, me dijo: ábrelo. Y se bajó.
La gente observaba horrorizada el huevo, que estaba manchado de sangre, y cuando lo miré, se resquebrajó. De él cayó una pequeña llave, que, en ningún momento dudé, abriría mi portal. La tomé entre mis manos, manchándome de huevo, esperé mi parada sin hacer el cambio que me habría llevado al Centro Comercial y me fui a casa con la sensación de que me hubieran volado la tapa de los sesos y con la llave chorreante en una mano.
Al llegar al portal, abrí con la llave de Joaquín, dejé la copia que me habían prestado en el buzón de la comunidad y subí en ascensor. Al abrir la puerta, en el sofá, estaba tumbado Joaquín. Mordisqueaba un juguete en forma de ratón. "Maaau?"
Le acaricié la cabeza y me tumbé junto a él. Dormí mejor que nunca y por primera vez en mucho tiempo, el despertador me despertó.