8.3.17

La Danza de las atrocidades I: Una noche agradable

     
     
   El escudo fragmentado y quebradizo empieza a dejar ver los oscuros deseos del que en otro momento fuese un ejemplo de rectitud. Un padre de familia, entregado a su mujer e hijos con una intachable trayectoria profesional y una capacidad natural para resolver conflictos en cualquier situación. Pero hay límites que ponen a prueba a cualquier persona.

Una noche clara, agradable y veraniega estaba nuestro amigo volviendo de su habitual encuentro con los compañeros despues del trabajo. Mientras regresaba respirando el anbiente de terrazas llenas se  planteaba el llevar al cine a su familia ese sábado. La última película de Pixar se había estrenado y casi tenía más ganas de verla que sus hijos. Sin saber muy bien por qué se desvió del camino habitual, el cálido aroma de la noche le invitaba a deambular un poco más por las calles de Madrid, aquella noche el centro estaba espléndido. Sin saber como giró hacia una calle perpendicular al bullicio y mientras caminaba el donido se apagaba dejándole una extraña sensación de oidos taponados, al rato no se escuchaba el jaleo y él mismo podía escuchar sus pasos. Se detuvo tratando de explicarse el por qué de ese desvío dentro de un barrio que ni conocía ni estaba seguro que fuese en dirección a su casa. Lo más extraño de todo era que aquella calle no encajaba una ciudad  que conocía perfectamente. En todo el centro de Madrid se respiraba un aire de renovación, los callejones que eran oscuros brillaban por la iniciativa de algún empresario, hostelero o restaurador que sabía dar von el encanto de esta o aquella calle. Sin embargo el lugar en el que se encontraba parado era más bien distinto, como el recuerdo de aquellos barrios deprimidos de la periferia o como si fuese sacado de una película de Alex de la Iglesia. Y tampoco había un alma, no había luces en las ventanas, las pocas que no estaban tapiadas no dejaban ver ni una sola luz, las farolas de la calle proyectaban esa mortecina luz anaranjada de un extremo a otro.

   Nuestro amigo se sentía aliviado porque al fondo el bullicio parecía retomarse, aunque no conseguía escuchar nada. Empezó a caminar aprisa escuchando sus pisadas en la calle, se concentraba en ellas y empezaba a sentir que éstas se duplicaban, que armonizaban con las suyas y que parecían provenir de sí mismo.

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